12/10/10

Tambores de guerra, lenguaje de paz

Efrén

La capacidad de manipulación, tergiversación, falsificación y disimulo de las clases dominantes españolas no tiene límite. De la misma forma que en una camaleónica operación política pasaron de fascistas a demócratas de toda la vida, también son capaces de atribuir la actual crisis capitalista al conjunto de los trabajadores, que hemos vivido muchos años por encima de nuestras posibilidades, gastamos demasiado en medicinas y además tenemos la osadía de alcanzar una alta esperanza de vida y aspiramos a cobrar una pensión. Con la cobertura de la inmensa mayoría de medios de comunicación, el mensaje de la burguesía termina calando en amplios sectores de la sociedad española, dividiendo y enfrentando a la clase obrera --españoles contra inmigrantes, trabajadores precarios contra los fijos, asalariados de la empresa privada contra los funcionarios--, mientras la banca sigue acumulando inmensos beneficios y el llamado Estado del Bienestar desaparece.

La perversión del lenguaje es total. Ya no hay despidos, sino regulaciones de plantilla; la extracción de plusvalía ha dejado paso a las ganancias de productividad; el empleo temporal crea trabajo estable y cobrar menos impuestos a las grandes fortunas es de izquierdas. Este enmascaramiento de la realidad abarca todos los aspectos de la vida social y, naturalmente, alcanza también al Ejército. Desde los años de la Transición hasta hoy, hemos asistido a una operación de maquillaje y embellecimiento de las Fuerzas Armadas que ha pretendido borrar su negro pasado y camuflar la usurpación de la soberanía nacional que ejercen en la actual monarquía juancarlista.

A lo largo de los siglos XIX y XX el Ejército español ha sido una institución diseñada y organizada esencialmente para mantener el orden social, político y económico; es decir, un Ejército gendarme cuya misión era aplastar las protestas obreras. Los trabajadores españoles han sufrido en su propia carne la represión salvaje de unos militares cuyas únicos triunfos los conseguían masacrando a obreros y campesinos. Derrotados y humillados en Cuba (1890) y en la guerra de Marruecos (1909 y 1921), los prepotentes, incultos y violentos militares españoles sólo fueron capaces de vencer en la guerra civil que libraron contra su propio pueblo entre 1931 y 1936. Triste mérito el de una victoria que sólo pudieron obtener gracias a la ayuda de Hitler y Mussolini y al precio de asesinar a más de 200.000 republicanos juzgados en la farsa siniestra de los ilegales Consejos de Guerra.

Pronunciamientos, golpes de estado, aplicación de la jurisdicción militar a los civiles y privilegios de todo tipo (viviendas, residencias, hospitales) forman parte de la trayectoria histórica de una casta parasitaria a la que la monarquía española siempre ha mimado y protegido, consciente de que esos mílicos, incapaces de derrotar a un enemigo extranjero, eran la salvaguarda del trono. Hasta la reforma militar de Azaña, el Ejército rechazó con éxito cualquier modificación de sus estructuras arcaicas. Planes de estudio desfasados, tecnología obsoleta, inflación de oficiales y un sistema de reclutamiento odiosos e injusto (hasta 1912 se mantuvo la redención en metálico, que hacia posible librase del servicio militar o de ir a la guerra pagando una determinada cantidad de dinero al Estado), convirtieron al Ejército en una institución ineficaz para una guerra moderna, enormemente costosa y extremadamente peligrosa para la población civil. Con honrosas excepciones, el oficial español ha sido paleto, machista, reaccionario, cruel e incompetente.

Convertido en uno de los pilares del régimen fascista de Franco, no es de extrañar que a la altura de 1975 una gran parte de la sociedad española fuese hostil al Ejército, de la misma manera que lo era hacia un monarca impuesto por el dictador. Se hizo necesaria una rápida labor cosmética para lavar la imagen de las Fuerzas Armadas y presentarlas en sociedad con un talante europeo y democrático. La tarea no era fácil porque esos militares ultramontanos y soeces se empeñaban en amargar la fiesta a los políticos de la transición con conspiraciones e intentonas golpistas, y así no había manera de que la ciudadanía dejase de recelar de los uniformados, abandonase su antimilitarismo y aceptara que, tras la entrada en la OTAN, las tropas españolas interviniesen en operaciones bélicas al servicio de la estrategia imperialista de Estados Unidos.

Las lumbreras del Ministerio de Defensa se pusieron manos a la obra y, tras varias de esas sesiones que los psicopedagogos denominan tormenta de ideas, encontraron la fórmula genial, el remedio infalible que convertiría a los militares en personas de bien, reconocidas y admiradas por el conjunto de la ciudadanía. El Ejército no actúa en misiones de guerra, participa en ¡¡¡ MISIONES DE PAZ!!! Aquellos legionarios que había violado y asesinado en masa en Badajoz en 1936 se transmutarían en solidarios miembros de una ONG que llevaría la paz y la democracia a Bosnia, Irak y Afganistán.

Desde 1989 los soldados españoles han intervenido en medio centenar de operaciones que han costado 7.000 millones de euros y 162 bajas. ¿Cómo es posible que hombres y mujeres que van a sembrar el bien, construir hospitales y escuelas sean atacados y muertos por las poblaciones locales, se preguntan los ciudadanos de a pie? Nuestros políticos también tienen la respuesta precisa. Esas muertes son ocasionadas por peligrosos y fanáticos terroristas, empeñados en destruir la civilización occidental, enemigos de la democracia y el progreso. En resumen: las tropas españolas no participan en guerras de agresión, no son cómplices de las matanzas de civiles ni de las torturas a que son sometidos los prisioneros de guerra, y llevan armas sólo para repeler los ataques de unos individuos desagradecidos y malvados. Los soldados no mueren en acciones de guerra libradas por guerrillas que combaten por la independencia nacional, sino que son vilmente asesinados por bandas terroristas, y por ello deben recibir honores militares, condecoraciones a título póstumo y sus viudas cobrar generosas pensiones sin necesidad de cumplir los engorrosos requisitos de la Seguridad Social . Y ahora que lo pienso, ¿no tendríamos que revisar nuestra Guerra de la Independencia? Agustina de Aragón, ¿fue de verdad una heroína o integrante de una pérfida partida de talibanes maños?

Tanta labor humanitaria bien merece el reconocimiento de nuestros gobernantes y, por esa razón, los gloriosos guerreros que pasean la enseña nacional por medio mundo han sido obsequiados este año con unas largas vacaciones en las playas de Haití, con todos los gastos pagados. Por el módico precio de 18 millones de euros nuestros esforzados centuriones han repuesto fuerzas en el Caribe y ya están listos para acompañar de nuevo a los marines estadounidenses en su campaña universal contra el MAL.

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